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ABDERRAMANAbd ar-Rahman ibn Muhammad, (en árabe: عبد الرحمن بن محمد), más conocido como Abderramán III o Abd al-Rahman III (Córdoba, 7 de enero de 891-Medina Azahara, 15 de octubre de 961), es el octavo emir independiente (912-929) y primer califa omeya de Córdoba (929-961), con el sobrenombre de an-Nāsir li-dīn Allah (الناصر لدين الله), aquel que hace triunfar la religión de Dios.

No pretendemos con estas pocas líneas descubrir algo nuevo de lo que fue el gran esplendor de Al-Andalus; tan solo nos adentraremos tímidamente en el siglo dorado de la convivencia española para observar cómo se produjo tan increíble fenómeno histórico, que eclipsó a la Europa medieval, manteniendo la perfecta armonía entre las tres religiones monoteístas más importantes: judíos, árabes y cristianos. Para ello nos remontaremos al período omeya, concretamente al siglo X, donde hallaremos la figura de un soberano español recordado por los historiadores como el más tolerante de su dinastía: Abderramán III.

Comienzo del glorioso reinado

A principios del año 912, Abdalá reúne a sus visires y valíes presentando a su nieto Abderramán como sucesor del emirato, para que le presten juramento de obediencia y fidelidad. Con solo veintidós años recibe en sus espaldas el peso del reino, encontrando un imperio desgarrado por la anarquía y la guerra civil, dividido entre una muchedumbre de distintas razas, expuesto a las continuas invasiones de los príncipes cristianos y a punto de ser absorbido por leoneses o por africanos. La población recibió con alegría su llegada al poder, porque en su valentía y juventud tenían puestas las esperanzas de paz y estabilidad.

La Historia nos revela que cumplió fielmente con su destino, pero para ello tuvo que luchar contra todas las adversidades que la vida le presentó, demostrando al mundo que era un rey al servicio de su pueblo y que por él llegó a sacrificar incluso su vida personal. Un ejemplo digno de ser recordado fue durante el paso del califato al mayor de sus hijos, Al-Haken, cuando el joven Abdalá es cegado por la envidia y cede ante la trama de una conspiración. El destino quiso que este terrible suceso no se cumpliera y llegara a oídos de Abderramán, el cual tuvo que dictar el más terrible castigo para un padre y para un juez: la muerte. El príncipe Al-Haken se presentó ante el emir implorando que se retirase esta horrible sentencia contra su hermano Abdalá, mas el desconsolado padre tuvo que reunir las fuerzas necesarias para responder:

«…Si yo tuviera ahora la suerte de ser un hombre particular, haría lo que tú quieres y lo que reclama mi corazón. Pero, como rey, debo poner los ojos en la posteridad y en la paz de mis Estados, y dar a mis pueblos ejemplo de justicia; y así, lloro amargamente a mi hijo y lo lloraré mientras me dure la vida…».

En multitud de batallas demostró que poseía gran fuerza y coraje, aunque la tónica dominante en las relaciones con los señores feudales que dividían el país fue la persuasión en lugar de la guerra o la intriga. Abderramán se esforzaba en ganar su confianza y asegurarles que nada perderían obedeciendo a los rectores de Al-Andalus. Les hizo ver las ventajas de la paz sobre el enfrentamiento permanente; de esta forma los invitaba uno a uno a reconciliarse con Córdoba y cederle el poder de sus feudos prometiéndoles un trato noble y generoso, y lo más importante, supo respetar su palabra.

Los jefes provinciales que aceptaban la oferta del califa pudieron trasladarse a la capital con sus familias y séquito, obteniendo mansiones e ingresos, tal como le ocurrió a Mohamed, hijo del caudillo de Sevilla Ibran-Hin-Ibn-Haddjad, que como venganza por no conseguir del emir que le nombrara valí de Sevilla, proclamó en la primavera del 914 la ciudad de Carmona como taifa independiente. Pero cede finalmente ante las duras amenazas de Abderramán y se presenta en Córdoba para implorar la gracia del califa, quien lo recibe con agrado y lo colma de presentes, convirtiéndolo en adalid de un cuerpo de su ejército.

El emblema de la tolerancia

Durante el largo reinado de Abderramán, destaca su asombroso respeto por las distintas religiones que se reunieron en su imperio. Siempre se manifestó como un hombre de ideas amplias y de ambiciosos proyectos al que no cuadraba la general estrechez de miras de los cortesanos que formaban su camarilla. Fue el más tolerante de los príncipes de su dinastía, y gracias a él, los cristianos y judíos de Al-Andalus llevaron una vida tranquila y próspera bajo su protección, devolviéndole en afecto y fidelidad las simpatías que por ellos manifestó.

Los mozárabes disfrutaron de un trato más digno que en los emiratos anteriores, conservando sus leyes; regidos y juzgados por los condes que nombraba, entre los más justos y doctos de ellos, el califa de Córdoba. Los que conservaban su religión cristiana estaban vinculados a la tierra que cultivaban, pero aquellos que decidían libremente convertirse al islamismo ganaban su libertad y recibían el nombre de «maulas». Jamás se persiguió el culto de Cristo, tan solo se castigaba a aquellos que en afán de martirio o de buscar almas para el cielo, pretendían apartar de su fe a los creyentes. Las iglesias cristianas de Córdoba estaban abiertas al culto y su cruz se paseaba en multitud de ocasiones por sus calles y se volteaban campanas anunciando misas y maitines.

Del mismo modo, los judíos son mejor tratados que en tiempos de los reyes visigodos. Ellos adoptaron fácilmente la lengua, los trajes y las costumbres de los árabes, pero al igual que los cristianos, tenían que respetar la religión de Mahoma en su esencia y sus formas exteriores. Este pueblo, generalmente consagrado al comercio y al estudio, contribuyó a la grandeza de la metrópoli; y la fama y el reconocimiento público recayeron sobre alguno de ellos, como fue el caso del conocido Hasdai-Benxabrut, investigador, diplomático y médico al que Abderramán nombró su tesorero y visir.

Durante las conquistas del norte de África, siguió dando ejemplo de su admirable tolerancia, y a los fatimitas rendidos pacíficamente se les perdona la vida, y quedan en posesión de sus bienes y de seguir libremente con sus creencias.

La milicia: constante ejemplo

La potencia bélica de Abderramán ha sido recordada como formidable. Una soberbia marina le permitió disfrutar de la soberanía del Mediterráneo. El Ejército fue numeroso y bien disciplinado, contando con excelentes jinetes y con una infantería formada por judíos, mozárabes y esclavos. Pero entendemos que bastante antes de Abderramán se llamaba así a todos los extranjeros que servían en el harén o en el ejército, cualquiera que fuese su origen o raza. Muchos de ellos fueron cautivados siendo niños y adoptaron fácilmente la religión, la lengua y costumbres de sus señores, recibiendo en su gran mayoría una cuidada educación. Durante los gloriosos días de Abderramán, eran numerosos los que formaban su guardia interior, investidos de funciones militares y civiles; incluso, en su desagrado por la aristocracia, obligó a gente de alto linaje a humillarse ante ellos. También llegaban gran cantidad de mercenarios procedentes de tierras africanas y de reinos cristianos para servir al soberano cordobés, pero la milicia de más consideración y fortuna estaba formada por los llamados esclavos.

Otra de las facetas que causan admiración en este rey español es su gran inteligencia, a la que nada se escapa, y que muestra tanto en los más pequeños detalles como en las más sublimes concepciones. Durante los días de lucha, recorría personalmente el campamento antes de la batalla y revisaba minuciosamente el estado de sus hombres, de los caballos, de las armas, y después de este riguroso examen les recordaba las obligaciones de un buen guerrero:

«Mientras combata el enemigo, tened el puño firme y el corazón implacable; cuando se rinda, ni la más mínima crueldad, ni el más leve insulto son permitidos contra los prisioneros. El engaño y la estratagema son autorizados durante la batalla, pero luego de ella, nunca se ha de faltar a la palabra jurada».

Y tal como repetía estas palabras, era capaz de transmitirlas, porque su noble corazón admiraba y se conmovía ante la bravura y la heroicidad allí donde estuviese, aunque lo viera reflejado en sus propios enemigos.

La cúspide del saber

En el año 929, Abderramán III adopta el título de «Califa y Príncipe de los Creyentes», iniciándose de este modo el período de máximo poder político y de mayor esplendor cultural de Al-Andalus, sobre todo de su capital, Córdoba, que, próxima al millón de habitantes, se convertía en la ciudad más importante del mundo occidental, comparada por los escritores islámicos con la mismísima Bagdad.

Abderramán, gracias a sus excepcionales cualidades, se ganó la consideración y el respeto de los demás reinos y fue tratado como el hermano mayor de los reyes de la Península, que le escribían, consultaban y visitaban amistosamente, viviendo la cristiandad española durante la segunda mitad del s. X maravillada y sumisa frente a Al-Andalus.

Conocemos la visita realizada por la embajada del emperador Constantino Porfirogeneta de Grecia, sobre el año 948, en la cual se renuevan los antiguos tratos de amistad y alianza entre las dos monarquías. También se firmaron pactos amistosos con León y con el conde de Castilla hacia el 955, y también por esta época recibe la visita del rey Otón I de Alemania, siendo acogidas tales embajadas con toda la pompa y magnificencia que era costumbre en su corte. Y es que se esforzaba el soberano en ser un buen anfitrión, y para ello, preparaba deslumbrantes recibimientos y fabulosos regalos. Abderramán poseía un sentido exacto de la majestad real, que le obligaba a vivir quizá demasiado apartado del pueblo y se presentaba ante sus súbditos en muy contadas ocasiones, rodeado de un gran protocolo.

Se fue incrementando el capítulo de obras públicas y ello dio ocasión al califa para dar a conocer al mundo su gran capacidad creadora. La agricultura, la industria, el comercio y las ciencias florecen con gran esplendor en todo el califato, y el extranjero que cruza por sus campos y sus ciudades admira la abundancia de los cultivos, la suntuosidad de los edificios públicos, incluso la comodidad y limpieza de los baños públicos. Se asombrará al cruzar por los lugares más apartados sin asomo de peligro, extrañándose del precio ínfimo de las cosas necesarias, y más todavía al observar que casi nadie es tan pobre que no tenga su cabalgadura para andar por los caminos. El tesoro público, que encontró en ruinas a su llegada al poder, se convierte en el más próspero de Europa y África. Se calcula que en el año 951 se guardaba en las arcas de su tesoro la fabulosa suma de 20 millones de monedas de oro.

El espíritu fue cultivado con el mismo empeño que los campos, y la poesía, la filosofía y la música asientan su trono en Córdoba, que fue llamada por los pueblos de Europa la Atenas de Occidente.

La lengua oficial del califato era el árabe clásico; y Abderramán imponía a sus servidores y ministros la pureza de este idioma. Pero el pueblo y aun los más altos señores de la ciudad, en su vida diaria, hablaban un árabe empedrado de barbarismos, en uno u otro lenguaje, con caracteres latinos o arábigos. El español de Andalucía estaba ansioso por saber, y son escasas las personas que ignoraban la ciencia de leer y escribir, en contraste con la noche de la inteligencia que se tendía sobre los pueblos de Europa.

La filosofía pura, hasta el tiempo de Abderramán, no tenía libertad de expresión, puesto que se sigue rigurosamente la letra del Corán, mas gracias a la tolerancia de este emir, los buscadores de la verdad hallan la libertad necesaria para expresar sus ideas. La misma tolerancia que para la filosofía encuentran quienes cultivan las demás ciencias, como las matemáticas y astronomía.

Alcanzan una gran importancia la biblioteca pública y privada, y llegan a Córdoba, desde las naciones más alejadas, sabios, estudiosos, copistas y libreros, convirtiéndose la capital en el cerebro del mundo. Abderramán poseía la biblioteca más numerosa de la época, heredándola de sus predecesores y enriqueciéndola con ejemplares de belleza única. De las artes plásticas destaca la arquitectura, siendo cúspide la creación de una ciudad de ensueño llamada Medina Azahara, en recuerdo de una hermosa esclava del rey, a la cual amaba y distinguía entre todas las demás.

Allí vivió los últimos años de su vida, donde esperó a que la muerte se lo llevara, un 16 de octubre del año 961, a los setenta y dos años de edad y con cincuenta de difícil reinado. Cuentan que en sus últimos días estuvo melancólico, pero siempre afable con cuantos le rodeaban. De una forma tranquila y serena abandonó este mundo uno de los más gloriosos reyes de España. De Medina Azahara tan solo quedan ruinas y las estrofas de los poetas que describen su belleza. Pero del soberano nos queda algo más que un vago recuerdo: nos queda su ejemplo de tolerancia, sabiduría y justicia, que nosotros, como herederos de su importante legado, debemos continuar para lograr un mundo nuevo y mejor.

Bibliografía

* Abderramán III. Mariano Tomás. Ed. Bolaños y Aguilar, S.L.

* Política y milicia en Al-Andalus. Antonio Guzmán Reina. Ed. Gráficas Utrera.

* España bajo la Media Luna. Angus Macnab. Ed. José J. de Olañeta.

* El islam en Occidente. Roger Garaudy. Ed. Breogan.